Por Jorge Oller Oller
El 26 de febrero de 1947 murió Perico, un noble burrito liberto, bonachón y tranquilo que había adquirido cariño y notoriedad en Santa Clara por su diario andar por la ciudad rebuznando en casas amigas donde lo alimentaban o jugueteando en los parques o calles con los niños, que le acariciaban sus enormes orejas. Era un animalito emblemático de la ciudad. Si algunos burros han alcanzado fama en la literatura universal como Rucio, el pollino del escudero de Don Quijote de la Mancha en la obra de Cervantes, o el de Platero y yo, escrita por Juan Ramón Jiménez, ninguno ha tenido un cariño popular real y manifiesto como el de este pollino villaclareño.
Las crónicas de aquel día describen el luto multitudinario y oficial que reinaba y cómo los comercios y las escuelas cerraron sus puertas para que miles de niños, hombres y mujeres acudieran a darle el postrer adiós al querido borrico. Cuando la última palada de tierra cubrió su ataúd, y las coronas y flores vistieron de colores su tumba, el destacado senador de la República, doctor Elio Fileno de Cárdenas, en representación del pueblo y del gobierno, despidió el duelo con palabras llenas de tristeza y dolor. Los periódicos y la radio cubanas describieron aquel impresionante sepelio, y hasta el influyente diario The New York Times publicó la noticia bajo el titulo de «Perico has died« (Perico ha muerto) para informar al mundo de su muerte y su leyenda.
La historia de este burrito comienza en las postrimerías de la década de los veinte del pasado siglo en “Los Pacheco”, una finca cercana a la ciudad de Santa Clara. Allí nació este borriquillo bueno, obediente y hermoso. Cuando llegó a la edad útil fue vendido a Bienvenido Pérez Lea, un modesto comerciante dedicado a la compra y venta de botellas, quien lo llevó a la loma del Cerro Calvo, donde tenía su vivienda y un pequeño almacén con un letrero que decía “Botellería de Lea”. Hasta entonces Bienvenido había tirado de un pequeño cajón con cuatro ruedas para trasladar su mercancía. Con dedicación y mucho sacrificio su negocio había mejorado, y con sus ahorros compró un carretón y el burrito, al que llamó Perico. Allí, al lado del almacén, le construyó un pequeño establo y comenzaron, amo y borrico, lo que sería una vida unida y rutinaria acarreando botellas.
Desde los primeros momentos demostró que no era un borriquillo vulgar, sino muy inteligente y dispuesto a ayudar a su amo. Fue conociendo la ciudad, y como tenía un simpático atractivo fue ganando amigos, principalmente entre los niños, que le acariciaban sus grandes orejas y le daban algún pedazo de pan o de dulce. Bienvenido estaba muy orgulloso de su burrito porque contadas veces tenía que usar las voces de ¡arre! o ¡so! Él ya sabía cuándo echar a andar junto a su amo y cuándo detenerse; era como si adivinara lo que tenía que hacer en cada momento. Con los años el negocio prosperó y Perico fue sustituido por un camión. Pero el dueño no se deshizo del burrito porque le había tomado gran cariño.
En vista de que el animal estaba ocioso, Eusebio, un primo de Bienvenido, se lo pidió prestado para tirar de un carrito de vender granizados frente a las escuelas y en las terminales de ómnibus y de trenes. A mucha insistencia y sin ningún deseo, sólo con el fin de ayudar a su primo, cedió. Pero su nuevo amo usaba y abusaba del látigo, y muy frecuentemente el pobre asno adolorido se escapaba para refugiarse en su lugarcito del Cerro. Bienvenido reprendía a su primo, pero este no le hacía caso y continuaba pegando al indefenso pollino. Un día de tormenta puso punto fin a su hasta entonces resignada sumisión. Estaba en la estación de trenes mientras Eusebio pregonaba sus granizados a los pasajeros y transeúntes, cuando una tormenta inesperada obligó a la gente a refugiarse en los portales de los alrededores. Eusebio amarró al borrico a un poste del alumbrado público y corrió a guarecerse en un portal cercano. Un rayo cayó tan cerca de Perico que este, lleno de terror, rompió sus amarras y salió corriendo; destrozó el carretón contra las paredes, derramó en la calle el sirope de las botellas, el hielo y los vasitos de papel. Mojado y aterrado llegó al establo con los restos del que un día fue un carretón de granizado, en busca de la protección de su amo. Y la tuvo. No recibió ningún reproche de Bienvenido. Al contrario, como era un hombre comprensivo, que valoraba la lealtad de Perico y conocía de los abusos de su primo, decidió dejarlo en libertad y Perico, desde ese día, pasó a la historia como un burrito liberto con corral propio.
Ahora el orejudo y apacible asno paseaba por las calles siguiendo el mismo rumbo que antes recorría, cuando arrastraba un carretón cargado de botellas o granizados. Sus antiguos y fieles amigos, niños y familias, le brindaban alimentos y caricias. Cuando se acercaba a una casa amiga rebuznaba para avisar que llegaba o si no tocaba suavemente a la puerta con su pata. Él siempre retribuía esas atenciones con un quehacer comunitario, pues se las arreglaba para ser útil en muchas actividades culturales de la ciudad. Así, un dramaturgo se fijó en él y le dio un papel en una obra de teatro, mientras que un cineasta lo filmó en una película corta. Abría los paseos de carnaval y hasta ganó un primer premio tirando de una hermosa carroza. Su fama crecía y era el orgullo de los villaclareños.
Bueno, no de todos. Al alcalde Artiles no le gustaba verlo en el Parque buscando sombra al amparo de un árbol o pastando, y mandó a la policía a sacarlo del lugar. La tarea se la dieron a un vigilante nuevo que desconocía la popularidad y el cariño que le tenían los vecinos de la ciudad. Y lleno de autoridad trató de espantar al pollino. Al no reaccionar lo empujó, y como Perico no entendía aquel trato, se negaba a dar un paso y recibió entonces una lluvia de toletazos. Tuvo suerte el uniformado de salir con vida, porque estudiantes indignados le tiraron piedras, las amas de casa le dieron escobazos y los hombres a puño limpio le hicieron poner pies en polvorosa.
La furiosa protesta de los pobladores de Santa Clara demostró al alcalde que Perico era mucho más popular y querido que él, y no le quedó otra alternativa que revocar la orden. Como se acercaban las elecciones, algunos bromistas le pusieron una sabana pintada con este letrero: “No voten por Artiles, que no me deja caminar por el Parque.” Pero la brutal agresión que recibió del policía impresionó tanto al burrito, que la imagen del uniforme del guardia quedó grabada en su mente y cada vez que veía alguno, ya fuera en el Parque o en alguna calle, volvía sobre sus pasos para marchar a otro lugar. Esa habilidad de esquivar a los policías la utilizaron los estudiantes durante el primer gobierno de Batista para colocarle carteles con consignas de «Abajo Batista» y «Fuera el dictador», y así se paseaba por las calles ayudando a aquellos jóvenes rebeldes. Muchísimas anécdotas más pudieran contarse de este borrico mimado de Santa Clara.
Perico falleció la tarde del 26 de febrero en su establo en la calle de San Cristóbal y Maceo, de la loma del Cerro Calvo. Los niños crearon una Comisión e hicieron una esquela que repartieron por la ciudad y recaudaron dinero para coronas y flores.
Fue enterrado al día siguiente a las cinco de la tarde, al lado de su corral y rodeado de su pueblo, que lo mantiene vivo en la memoria y en una gran escultura que perpetúa su imagen. Así me refirió esta historia Mario Ferrer Mortimor, fotorreportero que vivió muchísimo tiempo en esa ciudad, retrató a Perico y me facilitó estas viejas fotos que él conserva en las gavetas de su armario.
El fotorreportero Mario Ferrer Mortimor nació en Caibarién el 14 de julio de 1926. Era vecino del fotógrafo Arturo Martines Illa, un acreditado fotógrafo que en la Guerra de Independencia fotografió varias veces al Generalísimo Máximo Gómez en su incansable batallar por la libertad de Cuba en tierras villaclareñas. Mario Ferrer aprendió de él desde niño y a los once años ya tenía grandes conocimientos del arte y la técnica de la fotografía. En 1943 vino a La Habana y trabajó en el estudio Moré. Regresó a Santa Clara dos años después como distribuidor de materiales fotográficos de la firma Dupont y colaboró con varias publicaciones habaneras. Se graduó en la Escuela Profesional de Periodismo y fue profesor de fotografía al fundarse la Escuela de Periodismo “Severo García Pérez». Desde abril de 1953 trabajó de camarógrafo en el Canal 4 (Mundo en Televisión) y reportó los sucesos del 26 de julio de 1953 en Santiago de Cuba y los hechos revolucionarios acaecidos en Santa Clara. En 1959 fue nombrado corresponsal en Las Villas del diario Revolución y reportó la invasión de Playa Girón y las luchas en el Escambray para el periódico y la televisión. Fue corresponsal fundador del periódico Granma en Las Villas y en 1968 vino a La Habana, donde se especializó en reportajes económicos, fundamentalmente la zafra. Se jubiló en enero de 1992. Ha obtenido numerosos premios, ha expuesto su obra en salones nacionales e internacionales y ha ofrecido charlas y conferencias. Con las películas que filmó durante la invasión y derrota imperialista en Girón, la televisión cubana realizó el celebrado documental que se transmite muy frecuentemente en nuestros canales titulado “Muerte al invasor”.
Fuentes:
– Mario Ferrer Mortimor: Conversación el 11 de febrero del 2010.
– Diarios de la época.
(Tomado de Cubaperiodistas)
Una historia muy conmovedora, me encanto tu articulo y la forma como te expresas y llenas de sentimientos a tus lectores.
Un saludo.