Por Oscar Sánchez Serra
Hablaba despacio, como si las palabras no las dijera, sino las escribiera. Sus labios parecían tocar cada frase para que se escuchara más clara y, aunque fuera un regaño, quedara como una lección. Construyó la obra más grande que ha dado el voleibol mundial, nadie obró el milagro de tres medallas de oro olímpicas consecutivas. Él las fundió gramo a gramo.
Tener hijos no lo convierte a uno en padre. Él nunca tuvo uno biológico, sin embargo, sus alumnas, las campeonas olímpicas, mundiales, panamericanas, centroamericanas y del Caribe, de los torneos Grand Prix, las invencibles Morenas del Caribe, lo tuvieron, sintieron y amaron como un verdadero papá. Eugenio George es de esos padres de familia verdaderamente felices, a los que nunca se les encuentra en los bares, siempre está con sus hijos, con ellas.
Si alguna enfermaba, él mismo se la llevaba a su casa, la cuidaba, la mimaba, y hasta que no estuviera bien no se incorporaba plenamente al grupo. Su vida fue un desvelo permanente, porque no solo las hizo campeonas, sino mujeres.
“A los entrenadores no los puede sustituir nadie, ni en la formación deportiva, ni en la educativa. Yo preparaba a un grupo de jóvenes para jugar voleibol, para que fueran el mejor equipo del mundo. Pero no podía olvidar que eran mujeres, y tenía que educarlas como tal. No solo las enseñábamos a caminar para que siempre se vieran elegantes, femeninas, atractivas, sino también a conducirse en un salón de recepción, en una entrevista de prensa, en una conversación con cualquier personalidad, las costumbres de los diferentes países que visitábamos, a compartir una mesa preparada para un banquete. Aunque aprendieron más rápido el voleibol, puedo decir que en estas otras facetas, hay verdaderas damas. Me siento muy orgulloso de cada una de ellas, de lo que fueron y de lo que son, de lo que le dejaron a la historia de este deporte y de nuestro país”.
Era muy riguroso en los entrenamientos, les exigía al máximo cada minuto en el gimnasio. “Les subíamos la net hasta dos metros y cincuenta centímetros, 26 más que la reglamentaria, y tenían que hacer constantes ataques y bloqueos, en el orden físico resultaba casi un reto estresante, pero en el psicológico las estábamos preparando para desmontar cualquier desventaja, para un quinto set; formábamos allí los rasgos volitivos que vimos, por ejemplo, en la medalla de oro de Sydney 2000, después de perder los dos primeros parciales ante un rival tan potente como Rusia”.
Fueron aquellas dinámicas, preñadas de valores, las que dieron la presea dorada en los Juegos Panamericanos de 1983, justo cuando al elenco femenino le nació una nueva estrella, Mireya Luis, quien sería su capitana por 18 años. Al decir del propio Eugenio, el equipo estadounidense era superior técnica y tácticamente, pero él preparó el partido en ese terreno psicológico, de gran exigencia física, ya con la voluntad de sus voleibolistas a toda prueba, porque lo había diseñado en muchas horas de preparación.
Contaba que unas semanas después de aquella medalla de oro en Caracas, iba entrando al Coliseo de la Ciudad Deportiva con su compañero Antonio “Ñico” Perdomo y en ese momento llegaba a la instalación el entonces ministro de las FAR, hoy Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, General de Ejército Raúl Castro Ruz. Su modestia lo dejó fuera de esta escena:
“Por alguna razón me quedé rezagado, no sé si fue por pena, o timidez, pero me quedé detrás. Sin embargo, pude alcanzar a escuchar a Raúl decirle a Ñico: ¿ustedes saben que Fidel nos llamó a todos para que viéramos el juego? Y nos dijo mientras se desarrollaban las acciones en la cancha: miren, así es como se combate”.
Vivió junto a sus hijas intensas emociones, como las de los olímpicos de Atlanta, en 1996, cuando brasileñas y cubanas dieron uno de los mejores juegos de la historia y luego de un nuevo triunfo los ánimos se caldearon muchísimo.
“Yo no creo en la violencia en el deporte. No creo que la guapería tenga nada que ver con el coraje, con el esfuerzo y la entrega que se ponen en pos del triunfo, mucho menos con las convicciones de victoria de un colectivo. Esa violencia o guapería no trae aparejados los argumentos de preparación, ni en el orden físico, ni en el táctico. Nunca vencimos a ningún equipo porque le gritáramos o le ofendiéramos. Los respetamos a todos, por eso pudimos derrotarles. Ni en las victorias más aplastantes fuimos descorteses con el vencido, entre otras cosas porque eso también se prepara en el entrenamiento”.
Fue una de las grandes lecciones que les dejó a todas, la de poner por delante de cualquier título individual, el de su colectivo: “Montábamos un escenario de juego, como si fuéramos a enfrentarnos a un equipo todos estrellas del mundo, y le pedíamos a las jugadoras que frente a ese rival, con cuáles atletas nuestras abriría de regular, y cuáles eran los cambios. Entonces ellas armaban su equipo y era muy difícil que cada una no pusiera a la mejor en cada posición. No solo nos ayudaba a la comprensión de cómo se le debía jugar y con quién, a un elenco de mucho nivel, sino que mostraba la honestidad, el respeto por la compañera, aunque la que escoge el equipo se quedara fuera, sin poder representar al país. Las jugadoras nos enseñaron mucho con esa práctica. Creo que el día que no aprendamos algo o no busquemos aprender algo, es un día que no se merece vivir”.
El padre de las Morenas del Caribe las llenó de valores, esos que se escucharon en las palabras de Mireya Luis al despedirlo el pasado 1ro. de junio. “No sé cuánto lo quiero… lo siento como un padre biológico” y el llanto la ahogó. Eugenio nunca les hizo ni siquiera sollozar, porque cumplió esa máxima matemática de Pitágoras “Economizad las lágrimas de vuestros hijos, para que puedan regar con ellas vuestra tumba”. Hasta ella fueron sus hijas a llorarlo y a seguir aplaudiendo a su padre.
(Fuente: Granma)