Por Iris Oropesa Mencía
Si llega el esposo en el momento en que no se está precisamente honrando los votos matrimoniales, si el palo de trapear cae justo en el dedo meñique a la velocidad de un auto fórmula I con turbo, si nos ponchan al último jugador cuando faltaba una empujada para empatar y las bases estaban llenas, si se va la luz a la mitad de la redacción de la tesis y no guardaste una copia de ese capítulo, si sorprende uno de esos truenos que te hacen creer en Dios mientras hablas por teléfono, si descubres de repente que se te quedó la llave dentro de la casa cuando saliste corriendo porque ya vas tarde al trabajo…
Seamos sinceros, todos sabemos exactamente qué tipo de palabritas vamos a soltar. Es probable que ahora mismo, mientras leemos esto, estemos todos sintonizados con una misma expresión en mente, porque es esa y no otra la que nos salva en un momento de tensión tan grande. ¿Acaso no es ese el secreto de que la voz de los técnicos de fútbol no se escuche en televisión? (¿Y no sabemos todos lo que dicen algunos de ellos con apenas leerles los labios cuando se quejan del árbitro?)
Las tan llevadas y traídas “malas” palabras son tema obligado si se trata de hablar de cosas interesantes del lenguaje (y parecer cool al mismo tiempo, como diría mi primo inglés). La eterna guerrita entre norma social y expresión de lo más visceral y humano, que podría o no irse a buscar por los laberintos de la dicotomía del alma y el cuerpo de Platón, o en el millón de preceptos filosóficos que ha versado sobre ese complejito nuestro de alcanzar lo ideal desde el barro cenagoso del que, según el Génesis, estamos hechos, es el meollo alrededor del cual, desde que el mundo es mundo, según mi abuela, las “malas” palabras han sido tratadas como los criminales nocturnos del lenguaje.
Unas madres optan por prometer visitas del coco, ya un poco pasadas de moda, mientras otros siguen el viejo y rápido correctivo del sopapo, o en el estilo americano, le pagan un peso a un hermano cuando el otro suelta la dichosa palabreja, pero a fin de cuentas, tutti il mundi, como dijera mi primo italiano, cae en la trampa del tabú que rodea misteriosamente a las malas palabras. Todos las apedreamos y las enviamos a la hoguera con gesto de señoronas preciosistas y de inquisidores, todos le lanzamos la mirada de rayos láser al niño cuando la suelta, y todos coincidimos en condenarlas sin preguntarnos acaso el porqué de una cosa: por qué considerarlas, precisamente, malas palabras.
A decir verdad, si entendemos por lo malo algo así como la unión de los villanos de Marvel con todos los demonios de las religiones occidentales y orientales, o simplemente lo no recomendable, entonces ya estaremos cometiendo pecado de juicio superficial contra las malas palabritas. Resulta que como todo en la lengua, y en la vida, ellas tienen un porqué, y como con todo, podemos optar por criticar sin entender, o por entender antes de criticar.
Resulta que la existencia de estas expresiones disfemísticas responde a la necesidad de liberar en la oralidad una emoción profunda, estresante, muy positiva o de sorpresa. En momentos en que una sensación nos abruma o nos alegra en exceso, es una necesidad para nuestra salud emocional e incluso física liberar esas emociones de modo rápido, y es ahí donde el ingenio colectivo del lenguaje nos ha hecho el inmenso favor de fijar ciertas expresiones que se mantienen disponibles, con la estabilidad relativa de todo léxico, exclusivamente para cubrir esa necesidad humana, algo así como un cuerpo de guardia lingüístico para la emoción. La bondad de nuestros abuelos, tataratataratataraabuelos y ancestros, nos ha legado, tal vez no una casa en el Vedado o un carrito de churros rellenos, pero sí la creación colectiva de esas palabritas salvadoras que pasan y se renuevan de generación en generación, pues en todas las épocas y sociedades hemos necesitado liberar emociones fuertes.
Las palabrejas malvadas varían según su momento, para no perder la expresividad, cuando se desgastan semánticamente. Así, probablemente podremos reírnos de lo que para nuestra abuela era un sacrilegio verbal y lo mismo pasará con nuestros nietos, que seguramente ya no verán en las “malas palabras” nuestras mucha “maldad”. Además hay una gran variedad. Las hay más humildes, de tono más ligero, que si se sueltan en el grupo de amigos en un juego de pelota no remueven el piso, y las hay reinas, las que son la nobleza de las malas palabras, las de sangre azul en su mundo, esas que combinan con todo tipo de cosas, se adaptan lo mismo a lo placentero que a lo negativo, e incluso, adquieren por igual significados alegres o maldicientes, por lo cual si alguien te comenta que se levantó @>!?ado… uno sonríe sin saber si el amigo amaneció con mucha energía o si realmente se siente molesto por algo. (En tales casos basta con poner cara neutra y esperar a la siguiente frase, que nos dejará claro el sentido de la palabrilla en ese momento.)
También es curioso que algunas incluso se multiplican en las más ingeniosas derivaciones, al adquirir todo tipo de prefijos, sufijos y cualquierfijos que resultan en coloridas familias léxicas, algo así como las mamás malas palabras y su horda de hijitos y primitos revoltosos a la mano del hablante, por si la maldición es muy intensa y necesita un desahogo más prolongado, como le pasó a mi primo italiano cuando le dieron la noticia de que su exnovia estaba embarazada y creó él mismo una nueva familia de malas palabras en tres minutos (imaginárselo en italiano). Para poner un ejemplo permisible con el modelo de otro lexema, a veces podríamos soltar maldiciones en racimo por derivación del tipo de: “¡Maldita guayaba, estoy enguayabado siempre, Guaya, guayaboncilla congelada, y recontraguayabenos enguayabenosos. Supermegacontrareguayabón frito, reguayaba guayabenucha con flecos! ¡Guayaaaaa!”. Seguramente después, el hablante respirará más aliviado (si es que no había nadie oyendo fuera del baño público, claro).
Para resumir, al igual que ocurre con las interjecciones, las llamadas malas palabritas son muy necesarias y expresivas, y actúan como saludable válvula de escape, como un alivio que nos regala el lenguaje en momentos tensos o placenteros. Reconozcámosles entonces la bondad secreta, debajo de su disfraz de negativas, como a aquellos roqueros de los años 70, que detrás de sus maquillajes oscuros guardaban canciones de amor y desamor.
Basta, como siempre recomiendan los conocedores de la lengua, con adecuarse a las situaciones y circunstancias en las que nos encontramos para hacer uso de esta o aquella expresión, de este o aquel registro. Basta con siempre estar al tanto del momento en que estamos situados, de la funcionalidad, de lo asertivos y sabios que seamos en el uso de nuestro léxico con respecto a la justa necesidad y a la lógica. Basta con respetar los espacios y momentos públicos, familiares, oficiales, etc., como buenos ciudadanos que somos, y con evitar conductas desagradables en momentos inapropiados, como esos que andan soltando las palabrejas a toda hora y en todo lugar, los que les ganan la mala fama de vulgares a las palabras cuando realmente la vulgaridad está en ellos mismos y en su falta de adecuación a la situación comunicativa.
Pero si somos honestos y justos, asumiremos una actitud sin hipocresías heredadas, así como mi tía Merlin, la mamá de mi primo francés, que cuando él le preguntó de niño si podía decir unas cuantas malas palabras le respondió que se encerrara en el baño y se desahogara, pero que afuera usara solo las “buenas”. Reconoceremos que las malas palabritas son capaces de canalizar esa parte irracional y urgente que junto a los ideales y cosas “altas”, nos conforman como un todo complejo, y entonces no les creeremos con los ojos cerrados a las normas excesivas que pretenden borrarlas de nuestro campo lingüístico —cosa imposible— o que prometen cocotazos incluso cuando las usamos por estrés verdadero, cocotazos que probablemente solo provocarán otra avalancha de guayabas, reguayabitos y 8%¿$ ?@?#+!
(Fuente: http://cubaidioma.bloguea.cu)