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Cuatro cubanos entre los 100 mejores bailarines del mundo

Viengsay Valdés en Carmen.

Viengsay Valdés, Alejandro Virelles, Dani Hernández y Osiel Gounod, estrellas del Ballet Nacional de Cuba, figuran entre los 100 mejores bailarines del mundo en la temporada 2010-2011, según ha dado a conocer la prestigiosa revista Dance Europa.

Viengsay Valdés ocupa el cuarto lugar entre las mujeres y el sexto del listado mundial, Dani Hernández está ubicado en el lugar 17, en el 18 Alejandro Virelles y en el 21 Osiel Gounod.

Integran también esta selección de Dance Europa bailarines tan relevantes como los franceses Sylvie Guillem, Aurélie Dupont y Nicolas Le Riche; los españoles Tamara Rojo, Lucía Lacarra, José Martínez y Alicia Amatriain; los rusos Natalia Osipova, Ivan Vasiliev y Diana Vishneva; la rumana Alina Cojocaru; los norteamericanos Julie Kent y Rasta Thomas; el inglés Steven McRae; el brasileño Marcelo Gomes y la argentina Marianela Núñez, entre otros.

El jurado estuvo integrado por destacados críticos de diversas partes del mundo, representantes de publicaciones tan relevantes como The Guardian, de Londres; Dance Magazine, de los Estados Unidos; The Toronto Star, de Canadá; Danse, de Francia; The Herald, de Escocia; El País, de Uruguay; Frankfuter Allgemeine Zeitung, de Alemania; The Sydney Morning Herald, de Australia; así como otros especialistas de capitales tan importantes como Lisboa, Tokio, París, New York, Madrid, Munich, Florencia, Milán y Rotterdam.

(Fuente: CubaDebate. Con información del Departamento de Prensa del Ballet Nacional de Cuba)

Alicia Alonso no piensa en retirarse y bromea asegurando que va a vivir “200 años”

La bailarina y coreógrafa Alicia Alonso ha asegurado este martes que no piensa retirarse de su puesto como directora del Ballet Nacional de Cuba y, preguntada por el futuro de la compañía, ha bromeado señalando que no se preocupa por quién la va a suceder, porque piensa vivir “200 años”.

Lo ha dicho en la presentación de El lago de los cisnes, que a partir de este miércoles podrá verse en el Teatre Tívoli de Barcelona, donde ha asegurado que a sus 90 años sigue bailando, “si no físicamente, como mínimo mentalmente”.

De hecho, la energía y el entusiasmo son una de las características más destacadas de Alonso: “Tengo un gran amor por la vida, me encanta, y mientras esté aquí voy a luchar para dar lo mejor y entregar todos mis conocimientos”, ha remarcado.

En declaraciones a Europa Press, se ha mostrado satisfecha de sus experiencias, de su familia y de su marido Pedro Simón –inseparables durante toda la presentación–, aunque ha reconocido que el ballet le ha aportado la verdadera vida.

“Siempre he buscado las cosas naturales y sencillas pero, al final, uno se pregunta: ¿qué le aporto yo a la vida? Lo que yo quiero hacer es entregarme y traspasar todos mis conocimientos a mis bailarines”, ha dicho emocionada.
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Alicia Alonso en el país de la danza

Por Fina García Marruz

Alicia AlonsoLa gracia de la pequeña bailarina, dibujada en un cuento de Andersen, se destaca y desprende del círculo de la danza —categoría más coral y sacra— como la estrella del remolino girador. Las más delicadas relaciones se establecen entre la figura y el coro, que a su vez se fragmenta, se desenlaza o une, en el punto en que todo inicio se hace posible. Se entra como clandestinamente a sorprender a las ninfas en ese juego de esencias, con la única visión que nos ha sido dada de la diversidad naciente, a ese juego en que fingen ocuparse de un argumento escénico, cuando en realidad se sabe que están en otra cosa, redimiéndonos de las relaciones arbitrarias, de los movimientos triviales y fortuitos, con los pasos necesarios y las relaciones justicieras y bellas. Parece que quisieran revelar ese hechizo como de bosque de los encuentros y de las despedidas, lo que media entre el movimiento y el reposo, entre la libertad y la mesura, la gracia de un equilibrio sorprendente. Parece que ella proporcionara sus unilaterales desmesuras, y que el coro la animase a entrar y a salir de él, a hacer lo igual de otra manera, a ser un grado más audaz de su obediencia, suspensas ante ese movimiento que ya expresa, que está en trance de volverse palabra, de escapar a sus giros simétricos para iniciar como la línea de la melodía, el “solo” de su flauta.

¿Quién nos conduce tan impunemente al reino de las fábulas? No es el baile campestre a lo Watteau ni el cortesano o palaciego. Parece que su acierto fuera el de traer el hálito de lo libre, el giro de las hojas y las aguas, a un espacio cerrado, que les impone un reto y una medida, y asistiéramos al diálogo de sus mutuas intimidades a lo Degás, cierto encanto entre campestre y urbano, y que un polvillo estelar tocase oblicuamente los tablones del teatro, y manchones lunares convirtiesen en caído aerolito un fragmento de hombro o un velo que se aleja.

La ordenada gracia del “cuerpo de baile” es la del siglo de Laplace y del descubrimiento de las distancias medias invariables entre las estrellas. Se dice que los egipcios copiaban en sus danzas el giro de las estrellas y el respeto de las constelaciones a sus posiciones fijas, en tanto que las bacantes griegas se dejaban arrebatar por la embriaguez del movimiento y sus velos indetenibles. La Duncan, inspirándose en ellas, tenía su escuela de danza a la orilla de la mar para que sus danzarinas, vestidas de bacantes, copiasen los movimientos de las aguas, su freno y desenfreno rítmicos, enorgulleciéndose de poder bailar un verso de Walt Whitman lo mismo que una silla. Es curioso que en tanto que la danza llamada “moderna” recuerda mucho más los caracteres de la naturaleza y la vida primitivas, sus extremos de libertad o hieratismo geométrico, acercándose por ello más a las danzas rituales, el engañoso anacronismo del baile “clásico” (y ello quizá explique su vigencia) parezca obedecer a una doble fuente de inspiración acaso más permanente, la del equilibrio de lo natural y lo racional, media proporcional entre lo ondulante y lo hierático, de ahí el encanto de esas figuras que fingen danzar dentro de un desordenado bosquecillo de vides, tirsos y cítaras griegas, a la vez que quedar de pronto dibujadas y netas como las cartesianas ideas “claras y distintas”. A las verdaderas danzarinas se las reconoce tanto por su identificación con la gracia más natural y ondulante como por su modo de incorporar al movimiento la quietud y convertir el reposo también en algo danzario, en un secreto del movimiento. Cuando Alicia, después de un prodigioso giro, reposa, toda su figura alcanza una peculiar plenitud. La diestra bailarina puede imitar sus giros de mariposa en la luz, pero no la difícil madurez de su gracia en el reposo. El hecho de que nuestra escuela de danza pudiera nacer y desarrollarse en las condiciones más adversas, en medio de una tiranía, no es solo un triunfo artístico sino una lección revolucionaria. Recordamos que para los hebreos la belleza del orden estelar era ya una batalla ganada a la injusticia: “Y las estrellas, permaneciendo en su orden, combatieron a Sísara”.

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