Por Fina García Marruz
La gracia de la pequeña bailarina, dibujada en un cuento de Andersen, se destaca y desprende del círculo de la danza —categoría más coral y sacra— como la estrella del remolino girador. Las más delicadas relaciones se establecen entre la figura y el coro, que a su vez se fragmenta, se desenlaza o une, en el punto en que todo inicio se hace posible. Se entra como clandestinamente a sorprender a las ninfas en ese juego de esencias, con la única visión que nos ha sido dada de la diversidad naciente, a ese juego en que fingen ocuparse de un argumento escénico, cuando en realidad se sabe que están en otra cosa, redimiéndonos de las relaciones arbitrarias, de los movimientos triviales y fortuitos, con los pasos necesarios y las relaciones justicieras y bellas. Parece que quisieran revelar ese hechizo como de bosque de los encuentros y de las despedidas, lo que media entre el movimiento y el reposo, entre la libertad y la mesura, la gracia de un equilibrio sorprendente. Parece que ella proporcionara sus unilaterales desmesuras, y que el coro la animase a entrar y a salir de él, a hacer lo igual de otra manera, a ser un grado más audaz de su obediencia, suspensas ante ese movimiento que ya expresa, que está en trance de volverse palabra, de escapar a sus giros simétricos para iniciar como la línea de la melodía, el “solo” de su flauta.
¿Quién nos conduce tan impunemente al reino de las fábulas? No es el baile campestre a lo Watteau ni el cortesano o palaciego. Parece que su acierto fuera el de traer el hálito de lo libre, el giro de las hojas y las aguas, a un espacio cerrado, que les impone un reto y una medida, y asistiéramos al diálogo de sus mutuas intimidades a lo Degás, cierto encanto entre campestre y urbano, y que un polvillo estelar tocase oblicuamente los tablones del teatro, y manchones lunares convirtiesen en caído aerolito un fragmento de hombro o un velo que se aleja.
La ordenada gracia del “cuerpo de baile” es la del siglo de Laplace y del descubrimiento de las distancias medias invariables entre las estrellas. Se dice que los egipcios copiaban en sus danzas el giro de las estrellas y el respeto de las constelaciones a sus posiciones fijas, en tanto que las bacantes griegas se dejaban arrebatar por la embriaguez del movimiento y sus velos indetenibles. La Duncan, inspirándose en ellas, tenía su escuela de danza a la orilla de la mar para que sus danzarinas, vestidas de bacantes, copiasen los movimientos de las aguas, su freno y desenfreno rítmicos, enorgulleciéndose de poder bailar un verso de Walt Whitman lo mismo que una silla. Es curioso que en tanto que la danza llamada “moderna” recuerda mucho más los caracteres de la naturaleza y la vida primitivas, sus extremos de libertad o hieratismo geométrico, acercándose por ello más a las danzas rituales, el engañoso anacronismo del baile “clásico” (y ello quizá explique su vigencia) parezca obedecer a una doble fuente de inspiración acaso más permanente, la del equilibrio de lo natural y lo racional, media proporcional entre lo ondulante y lo hierático, de ahí el encanto de esas figuras que fingen danzar dentro de un desordenado bosquecillo de vides, tirsos y cítaras griegas, a la vez que quedar de pronto dibujadas y netas como las cartesianas ideas “claras y distintas”. A las verdaderas danzarinas se las reconoce tanto por su identificación con la gracia más natural y ondulante como por su modo de incorporar al movimiento la quietud y convertir el reposo también en algo danzario, en un secreto del movimiento. Cuando Alicia, después de un prodigioso giro, reposa, toda su figura alcanza una peculiar plenitud. La diestra bailarina puede imitar sus giros de mariposa en la luz, pero no la difícil madurez de su gracia en el reposo. El hecho de que nuestra escuela de danza pudiera nacer y desarrollarse en las condiciones más adversas, en medio de una tiranía, no es solo un triunfo artístico sino una lección revolucionaria. Recordamos que para los hebreos la belleza del orden estelar era ya una batalla ganada a la injusticia: “Y las estrellas, permaneciendo en su orden, combatieron a Sísara”.
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