Por Norland Rosendo
La vez que le lanzaron la peor bola de su vida no lo poncharon. Es verdad que lo pusieron en tres y dos. Que se tragó la sonrisa pícara. Que el estadio reventó vitoreándolo, pidiendo que anularan aquel strike malicioso. Desde una celda imperial, Gerardo Hernández supo de la curva-recta-cambio que en un solo envío le hicieron y, abrazándolo sobre el mar, le dijo: «Calma, ¡batearás!».Como gallo fino, Ariel Pestano le fue para arriba a la historia. Se jugaba su leyenda en un batazo. Había dado unos cuantos, pero le faltaba aquel. Le faltaba uno. Le faltaba, simplemente, el batazo.
Ironías de la pelota. Él había sido (y era aún) un océano detrás del plato. Infinito. Virtuoso. Único. Pero la gloria, que ya no cabía en su mascota, vendría con un swing. Aquella noche del 18 de junio de 2013 en su estadio de Santa Clara (a punto de desplomarse con tanta gente dentro), Pestano buscó el guiño de su madre en el cielo; luego, de soslayo, miró para el banco contrario… y se aferró al madero.
¿Cómo él, que había sido barbero de tantos —incluso de sí mismo y hasta de diputados cuando fue miembro del Parlamento cubano— no iba a «pelar al moñito» aquella bola?
Por su mente pasó el día en que le dijeron, sin mirarle a los ojos (por teléfono): «No vas al tercer Clásico. Te quedas en casa». Esa fue la bola más endemoniada que le habían lanzado jamás. La única que no pudo recibir con su mascota de pulpo. La que lo puso, como bateador, en conteo extremo.
La película de su vida deportiva en el alto rendimiento (22 campañas en series nacionales y desde 1999 hasta 2012 con la selección nacional) siguió rebobinándole a cien imágenes por segundo en lo que el pitcher y el catcher se ponían de acuerdo.