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El auxiliar de la parroquia. Un cuento de amor verdadero

downloadCharles Dickens

Había una vez, en una diminuta ciudad de provincias bastante alejada de Londres, un hombrecito llamado Nathaniel Pipkin, que trabajaba en la parroquia de la pequeña población y vivía en una pequeña casa de la Calle High, a escasos diez minutos a pie de la pequeña iglesia; y a quien se podía encontrar todos los días, de nueve a cuatro, impartiendo algunas enseñanzas a los niños del lugar. Nathaniel Pipkin era un ser ingenuo, inofensivo y de carácter bondadoso, de nariz respingona, un poco zambo, bizco y algo cojo; dividía su tiempo entre la iglesia y la escuela, convencido de que, sobre la faz de la tierra, no había ningún hombre tan inteligente como el pastor, ninguna estancia tan grandiosa como la sacristía, ninguna escuela tan organizada como la suya. Una vez, una sola vez en su vida, había visto a un obispo… a un verdadero obispo, con mangas de batista y peluca. Lo había visto pasear y lo había oído hablar en una confirmación, y, en aquella ocasión tan memorable, Nathaniel Pipkin se había sentido tan abrumado por la devoción y por el miedo que, cuando el obispo que acabamos de mencionar puso la mano sobre su cabeza, él cayó desvanecido y fue sacado de la iglesia en brazos del pertiguero.

Aquello había sido un gran acontecimiento, un momento fundamental en la vida de Nathaniel Pipkin, y el único que había alterado el suave discurrir de su tranquila existencia, hasta que una hermosa tarde en que estaba completamente entregado a sus pensamientos, levantó por casualidad los ojos de la pizarra -donde ideaba un espantoso problema lleno de sumas para un pilluelo desobediente- y éstos se posaron, inesperadamente, en el radiante rostro de María Lobbs, la única hija del viejo Lobbs, el poderoso guarnicionero que vivía enfrente. Lo cierto es que los ojos del señor Pipkin se habían posado antes, y con mucha frecuencia, en el bonito semblante de María Lobbs, en la iglesia y en otros lugares; pero los ojos de María Lobbs nunca le habían parecido tan brillantes, ni las mejillas de María Lobbs tan sonrosadas como en aquella ocasión. No es de extrañar, pues, que Nathaniel Pipkin fuera incapaz de apartar su mirada del rostro de la señorita Lobbs; no es de extrañar que la señorita Lobbs, al ver los ojos del joven clavados en ella, retirara su cabeza de la ventana donde estaba asomada, la cerrara y bajase la persiana; no es de extrañar que, inmediatamente después, Nathaniel Pipkin se abalanzara sobre el pequeño granuja que antes le había molestado y le diera algún coscorrón y alguna bofetada para desahogarse. Todo eso fue muy natural, y no hay nada en ello digno de asombro.

De lo que sí hay que asombrarse, sin embargo, es de que alguien tan tímido y nervioso como el señor Nathaniel Pipkin, y con unos ingresos tan insignificantes como él, tuviera la osadía de aspirar, desde ese día, a la mano y al corazón de la única hija del irascible viejo Lobbs… del viejo Lobbs, el poderoso guarnicionero, que podía haber comprado toda la ciudad de un plumazo sin que su fortuna se resintiera… del viejo Lobbs, que tenía muchísimo dinero invertido en el banco de la población con mercado más cercana… que, según decían, poseía incontables e inagotables tesoros escondidos en la pequeña caja fuerte con el ojo de la cerradura enorme, sobre la repisa de la chimenea, en la sala de la parte trasera… y que, como todos sabían, los días de fiesta adornaba su mesa con una auténtica tetera de plata, una jarrita para la crema y un azucarero, que, según alardeaba con el corazón henchido de orgullo, serían propiedad de su hija cuando encontrara a un hombre digno de ella. Y comento todo esto porque es realmente asombroso y extraño que Nathaniel Pipkin hubiera tenido la temeridad de mirar en aquella dirección. Pero el amor es ciego, y Nathaniel era bizco; y es posible que la suma de esas dos circunstancias le impidiese ver las cosas como son.

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El cuento: Una tienda distinta

Por Dora Alonso*

Cuento Una tienda distintaAl abandonar la Torre de los Sueños estaban tan admirados que no sabían hablar más que del guardián y de las maravillas vividas. Fue Azulosa quien recordó que debían visitar cierta tienda especial, y dijo el del sombrerón que enseguida los llevaría.

Echaron a andar por la enroscada calle de Pueblo Dormido. Saliendo de nuevo a la plaza del carrusel y tomando por la acera de la sombra, llegaron a una callejuela donde se detuvo el guía para señalar un local, y el gran letrero que decía:

La Tienda Distinta

Entraron en la tienda y de momento no vieron nada de particular. En los entrepaños no había más mercancía que unos sobrecitos sellados, pero, en tal cantidad, que cubrían mostradores, vidrieras y anaqueles.

—¿Quién atiende a los marchantes? —se preguntaron.

Uno-dos señalaba a una muchacha vestida con pantalones de mecánico y camisa marinera.

Tenía una frondosa cabellera suelta y prendida en ella, a manera de hebilla, una garra de águila.

—Buenos días, muchacha —ladró el cachorro, dispuesto a entablar amistad.

Pero la muchacha estaba dormida.

—¡No me gusta esto! —se lamentaba el perrito—. Aquí todo el mundo está tieso y me da miedo.

Al escucharse la palabra miedo, la muchacha pareció despertar, dio dos pasos y se durmió otra vez con los ojos abiertos.

—Habrá que esperar a que despierte, cuando llegue la hora —razonaba Martín.

Como era la una, decidieron esperar allí mismo y al dar las dos, todo pareció revivir; el pueblo tomó un aspecto normal con sus vecinos trabajando y cada persona continuó haciendo lo que dejó a medias el día anterior.

Ahora la empleada se dispuso a atenderlos.

Al preguntarle qué era lo que vendía, enseguida dio la información.

—En esta tienda solamente se vende miedo.

—¿Miedo? —casi no podían creerlo. Y ella explicaba en detalle.

—Como todos sabemos, muchos niños suelen tener miedo a distintas cosas. Por ejemplo: a la oscuridad, a los ruidos misteriosos, a los aullidos de los perros, al coco, al tun-tun, al roer de las ratas, al chirrido de los grillos…

—¿Y qué? —se entremetía el sato—, ¿y qué más?

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Cuentos cortos de Paulo Coelho

Paulo CoelhoLa pareja ideal

Nasrudin conversaba con un amigo.

—Entonces, ¿nunca pensaste en casarte?

—Sí, pensé —respondió Nasrudin—. En mi juventud resolví buscar a la mujer perfecta. Crucé el desierto, llegué a Damasco y conocí a una mujer muy espiritual y linda; pero ella no sabía nada de las cosas de este mundo.

Continué viajando y fui a Isfahan; allí encontré a una mujer que conocía el reino de la materia y el del espíritu, pero no era bonita. Entonces resolví ir hasta El Cairo, donde cené en la casa de una moza bonita, religiosa y conocedora de la realidad material.

—¿Y por qué no te casaste con ella?

—¡Ah, compañero mío! Lamentablemente ella también quería un hombre perfecto.

La playa

Estaba en la playa una niña con su padre y él le pidió que probara si la temperatura del agua era buena. Ella tenía cinco años y se entusiasmó de poder ayudar; fue hasta la orilla del mar y se mojó los pies.

—Metí los pies. Está fría —le dijo.

El padre la tomó en brazos, fue con ella hasta la orilla del mar y sin ningún aviso la tiró dentro del agua.

Ella se asustó, pero después se divirtió con la broma.

—¿Cómo está el agua? —preguntó el padre.

—Está buena —respondió.

—Entonces, de aquí en adelante, cuando quieras saber alguna cosa, zambúllete en ella.

El camino del tigre

Un hombre caminaba por el bosque cuando vio una zorra lisiada. «¿Cómo hará para alimentarse?», pensó.

En ese momento, se acercó un tigre, con un animal entre los dientes. Sació su apetito, y le dejó a la zorra lo que había sobrado. «Si Dios ayuda a la zorra, también me va a ayudar», reflexionó.

Volvió a su casa, se encerró en ella, y se quedó esperando que los Cielos le proveyeran de alimento. Nada pasó. Cuando ya se estaba quedando demasiado débil para salir a trabajar, se le apareció un ángel.

—¿Por qué decidiste imitar a la zorra lisiada? —preguntó el ángel.

—¡Levántate, toma tus herramientas, y sigue el camino del tigre!

El guerrero de la luz

“Un guerrero de la luz comparte con los otros lo que sabe del camino.

Quien ayuda, siempre es ayudado, y tiene que enseñar lo que aprendió.

Por eso, él se sienta alrededor de la hoguera y cuenta cómo le fue en su día de lucha.

Un amigo le susurra: ¿Por qué revelas tan abiertamente tu estrategia? ¿No ves que actuando así corres el riesgo de tener que compartir tus conquistas con los otros?

El guerrero se limita a sonreír, sin responder.

Sabe que si llegara al final de la jornada a un paraíso vacío, su lucha no habría valido la pena.»

(Fuente: http://www.warianoz.com)

Poquita cosa

Antón ChéjovUn cuento de Antón Chéjov (1860-1904)

Hace unos día invité a Yulia Vasilievna, la institutriz de mis hijos, a que pasara a mi despacho. Teníamos que ajustar cuentas.

—Siéntese, Yulia Vasilievna —le dije—. Arreglemos nuestras cuentas. A usted seguramente le hará falta dinero, pero es usted tan ceremoniosa que no lo pedirá por sí misma… Veamos… Nos habíamos puesto de acuerdo en treinta rublos por mes…

—En cuarenta…

—No. En treinta… Lo tengo apuntado. Siempre le he pagado a las institutrices treinta rublos… Veamos… Ha estado usted con nosotros dos meses…

—Dos meses y cinco días…

—Dos meses redondos. Lo tengo apuntado. Le corresponden por lo tanto sesenta rublos… Pero hay que descontarle nueve domingos… pues los domingos usted no le ha dado clase a Kolia, sólo ha paseado… más tres días de fiesta…

A Yulia Vasilievna se le encendió el rostro y se puso a tironear el volante de su vestido, pero… ¡ni palabra!

—Tres días de fiesta… Por consiguiente descontamos doce rublos… Durante cuatro días Kolia estuvo enfermo y no tuvo clases… usted se las dio sólo a Varia… Hubo tres días que usted anduvo con dolor de muela y mi esposa le permitió descansar después de la comida… Doce y siete suman diecinueve. Al descontarlos queda un saldo de… hum… de cuarenta y un rublos… ¿no es cierto?

El ojo izquierdo de Yulia Vasilievna enrojeció y lo vi empañado de humedad. Su mentón se estremeció. Rompió a toser nerviosamente, se sonó la nariz, pero… ¡ni palabra!

—En víspera de Año Nuevo usted rompió una taza de té con platito. Descontamos dos rublos… Claro que la taza vale más… es una reliquia de la familia… pero ¡que Dios la perdone! ¡Hemos perdido tanto ya! Además, debido a su falta de atención, Kolia se subió a un árbol y se desgarró la chaquetita… Le descontamos diez… También por su descuido, la camarera le robó a Varia los botines… Usted es quien debe vigilarlo todo. Usted recibe sueldo… Así que le descontamos cinco más… El diez de enero usted tomó prestados diez rublos.

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Baby H.P.

Un cuento de Juan José Arreola*

Señora ama de casa: convierta usted en fuerza motriz la vitalidad de sus niños. Ya tenemos a la venta el maravilloso Baby H.P., un aparato que está llamado a revolucionar la economía hogareña.

El Baby H.P. es una estructura de metal muy resistente y ligera que se adapta con perfección al delicado cuerpo infantil, mediante cómodos cinturones, pulseras, anillos y broches. Las ramificaciones de este esqueleto suplementario recogen cada uno de los movimientos del niño, haciéndolos converger en una botellita de Leyden que puede colocarse en la espalda o en el pecho, según necesidad. Una aguja indicadora señala el momento en que la botella está llena. Entonces usted, señora, debe desprenderla y enchufarla en un depósito especial, para que se descargue automáticamente. Este depósito puede colocarse en cualquier rincón de la casa, y representa una preciosa alcancía de electricidad disponible en todo momento para fines de alumbrado y calefacción, así como para impulsar alguno de los innumerables artefactos que invaden ahora los hogares.

De hoy en adelante usted verá con otros ojos el agobiante ajetreo de sus hijos. Y ni siquiera perderá la paciencia ante una rabieta convulsiva, pensando en que es una fuente generosa de energía. El pataleo de un niño de pecho durante las veinticuatro horas del día se transforma, gracias al Baby H.P., en unos inútiles segundos de tromba licuadora, o en quince minutos de música radiofónica.

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Los bomberos

Por Mario Benedetti

casa incendiadaOlegario no sólo fue un as del presentimiento, sino que además siempre estuvo muy orgulloso de su poder. A veces se quedaba absorto por un instante, y luego decía: «Mañana va a llover». Y llovía. Otras veces se rascaba la nuca y anunciaba: «El martes saldrá el 57 a la cabeza». Y el martes salía el 57 a la cabeza. Entre sus amigos gozaba de una admiración sin límites.

Algunos de ellos recuerdan el más famoso de sus aciertos. Caminaban con él frente a la Universidad, cuando de pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de los bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible, y dijo: «Es posible que mi casa se esté quemando».

Llamaron un taxi y encargaron al chofer que siguiera de cerca a los bomberos. Éstos tomaron por Rivera, y Olegario dijo: «Es casi seguro que mi casa se esté quemando». Los amigos guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo admiraban.

Los bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad llegó a su colmo. Cuando doblaron por la calle en que vivía Olegario, los amigos se pusieron tiesos de expectativa. Por fin, frente mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se detuvo y los hombres comenzaron rápida y serenamente los preparativos de rigor. De vez en cuando, desde las ventanas de la planta alta, alguna astilla volaba por los aires.

Con toda parsimonia, Olegario bajó del taxi. Se acomodó el nudo de la corbata, y luego, con un aire de humilde vencedor, se aprestó a recibir las felicitaciones y los abrazos de sus buenos amigos.

(Tomado de http://www.ciudadseva.com)

El Otro Yo

Por Mario Benedetti

Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos en la nariz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.

El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte, el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.

Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó, el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo qué hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado.

Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.

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El vendedor de pellizcos

Por Marcelo Pogolotti*

Todo se reducía a unas cuantas formas elementales: un cajón grande con dos hileras de sillas y una caja oblonga bastante más pequeña. Dos aberturas rectangulares daban acceso; y otra cuadrada, no conseguía hacer entrar un solo soplo de aire. Una bombilla incandescente suspendida del techo al extremo de un alambre aumentaba la temperatura sofocante, pues todos saben el calor que recoge una casa de madera. Él se había portado como un verdadero mambí, otros dirían como un romano. Se dejó introducir en la caja sin resistencia. A otro hubieran tenido que meterlo a la fuerza. Toda la noche se mantuvo inmóvil, sereno, con una dignidad extraordinaria. Su rostro imperturbable no mostró trazas de emoción. Tal parecía que hubiese recibido la educación más esmerada, tan impecable fue su compostura. Comprendía sin duda la importancia del lugar que ocupaba y la solemnidad de la ocasión.

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La sentencia

Por Wu Ch’eng-en*

Aquella noche, en la hora de la rata, el emperador soñó que había salido de su palacio y que en la oscuridad caminaba por el jardín, bajo los árboles en flor. Algo se arrodilló a sus pies y le pidió amparo. El emperador accedió; el suplicante dijo que era un dragón y que los astros le habían revelado que al día siguiente, antes de la caída de la noche, Wei Cheng, ministro del emperador, le cortaría la cabeza. En el sueño, el emperador juró protegerlo.

Al despertarse, el emperador preguntó por Wei Cheng. Le dijeron que no estaba en el palacio; el emperador lo mandó buscar y lo tuvo atareado el día entero, para que no matara al dragón, y hacia el atardecer le propuso que jugaran al ajedrez. La partida era larga, el ministro estaba cansado y se quedó dormido.

Un estruendo conmovió la tierra. Poco después irrumpieron dos capitanes, que traían una inmensa cabeza de dragón empapada en sangre. La arrojaron a los pies del emperador y gritaron:

—¡Cayó del cielo!

Wei Cheng, que había despertado, la miró con perplejidad y observó:

—Qué raro, yo soñé que mataba a un dragón así.

* Escritor chino. Autor de Hsi-yu chi (El mono), novela escrita en lengua vernácula que narra la peregrinación del monje Hsuang Tsang a la India en el s. VII.

(Tomado de http://www.ciudadseva.com)

Los barcos de papel

Rabindranath Tagorebarcos de papel

Todos los días echo mis barcos de papel al río, donde flotan y, uno tras otro, son arrastrados por la corriente.

En ellos he escrito, con grandes letras negras, mi nombre y el nombre de mi pueblo.

Confío en que alguien los encontrará, en un país lejano, y así sabrá quién soy.

Cargo mis barquitos con flores de shiuli cogidas en nuestro jardín, y espero que estas flores abiertas al amanecer tengan la suerte de llegar al país de la noche.

Después de haber echado al agua mis barcos de papel, levanto los ojos al cielo y veo que las nubecillas preparan sus velas blancas y combadas.

Tal vez algún amiguito juegue conmigo desde el cielo, lanzándolas al viento, para que compitan con mis barcos…

Cuando llega la noche, hundo la cabeza entre mis brazos y sueño que mis barcos de papel bogan sin cesar, cada vez más lejos, bajo la claridad de las estrellas de la medianoche.

Las hadas del sueño viajan en ellos, y llevan por carga sus cestos llenos de ensueños.