Por Dania Mendoza Gómez/AIN
El amor ha sido y será en todas las épocas un milagro. Siempre acecha, presto a tocarnos con su mágica vara, en los tempranos tiempos de la adolescencia o cuando ya peinamos las primeras o las últimas canas.
El mítico Cupido revolotea por ahí, con su pícara mirada, listo para lanzar el flechazo de turno en el momento en que más desprevenidos estamos. Cual verdadero tsunami, nadie puede anticipar su llegada. En el más inesperado sitio podemos encontrar a nuestra media naranja, aunque a veces no lo advirtamos de inmediato.
La fiesta en la cuadra o de fin de curso, la parada de un ómnibus, la playa y… hasta la consulta de un médico son sitios apropiados o sorprendentes, según el caso. Empezamos por intercambiar unas palabras y de pronto, al cabo de unas horas, unos días, unos meses, reparamos en que la persona en cuestión se ha hecho imprescindible en nuestras vidas.
Aunque se explica por el conjunto de hormonas que genera el sistema endocrino del organismo humano, nunca nos preguntamos, ni tratamos de que se nos explique, por qué sufrimos palpitaciones, nos brilla la mirada, nos sudan las manos, sentimos ese frío en el estómago…
Para la persona amada no hay límite en el tiempo ni en el espacio. Todo nos parece poco para ofrecer, y el corazón deja de tener una aurícula y dos ventrículos para convertirse en símbolo venerado.