Por AIN
A sus 70 años y el sexto grado como nivel de escolaridad, mi madre exhibe con orgullo ante sus hijos su buena ortografía. Y no es que sea infalible en esto de colocar una tilde donde corresponda o poner v o b, según convenga.
Es que en sus más de cuatro décadas de trabajo siempre le acompañó un diccionario cuyo último ejemplar, por cierto, le ha regalado a su nieta más grande con la esperanza de que corrija sus faltas.
Mi progenitora tiene, además, un arma mayor para combatir los errores ortográficos —horrores, diría ella, si viera el cartel que cuelga de una ventana donde silla y seis aparecen con c—, pues es una lectora incansable que no pierde oportunidad para indagar por una palabra o comprobar si realmente está bien escrita, puesto que a ella “le suena” con otra letra.
Muchas veces —ante la duda— la he visto tomar un lápiz y un papel y comenzar a redactar una lista, con el mismo término, pero de diferentes maneras, en un intento por encontrar la manera exacta de colocar las letras.
De seguro ya me dirán los catedráticos que esta no constituye una forma muy ortodoxa de comprobar la ortografía, y también lo pienso así, mas a ella —créanme— generalmente le da resultado, tal vez porque enseguida le viene a la mente algún sitio donde vio la palabra con anterioridad.