Por María Elena Balán Saínz
Cierto día un amigo, cuando le comenté que lo consideraba un hombre sin prejuicios, hizo notar mi error al valorarlo de esa forma, pues me confesó se sentía un tanto ninguneado y socavado en su función de cabeza de familia al enfrentar tareas hogareñas.
Ante mi sorpresa aceptó revelar cómo a pesar de fregar, arreglar cosas en el hogar, pintar sus paredes, hacer el desayuno a sus hijos de vez en cuando, darles un aventón hasta la escuela, en el fondo de su yo esto no le gustaba mucho.
En Cuba la mujer ha ido ganando un espacio público, pero no ha llegado a eliminarse totalmente esa visión de vincularla a la doble jornada, tanto en su centro de trabajo como en el hogar.
Al terminar la labor, ya sea como obrera, técnica, directiva o funcionaria, le espera enfrentar la elaboración de los alimentos, organización del resto de las tareas hogareñas, como la limpieza, lavado, velar por el desempeño escolar y el cuidado de hijos, o padres ancianos.
El machismo, presente en muchos núcleos en nuestro país, impide una vida familiar equitativa. Lo peor es que arrastramos esa situación precisamente desde el inicio de la educación ofrecida por la familia, al vincular siempre a las niñas con tales tareas en sus juegos infantiles, mientras a los chicos se les encamina hacia todo aquello que realce su futura hombría.
Estudiosos del tema consideran la existencia de un modelo desigual de distribución de tareas domésticas, donde la mujer deviene responsable máxima de las obligaciones.