Por Yoelvis Lázaro Moreno, estudiante de Periodismo
Hay historias del pasado imposibles de olvidar aunque los años pasen. Son como abejas laboriosas empeñadas en fabricarnos un sabroso panal de recuerdos, exquisito y hasta apropiado para endulzar amargas circunstancias de la cotidianidad.
En un sitio concurrido de mi mente están grabadas las imágenes del lugar donde nací: retratos de un pretérito sencillo y profundo, al que siempre acudo cuando, agobiado por la nostalgia y la prisa, me antojo de volver a las raíces.
Muchacho al fin, allí cometí bastantes travesuras. No pocas veces caminé por encima de grandes sembradíos a espaldas de los sacrificios sudorosos de mi abuelo. Bien pequeño aprendí a diseñar muñecos de fango con los moldes ajustados a la imaginación de un inquieto chiquillo. Y poco a poco dibujé con trazos criollos mis primeras alegrías, sin más ventura que la aventura de vivirlas.
De todo ello atesoro sensibles memorias; anécdotas y escenas que conforman un patrimonio de añoranzas personales; reservorio de oxígeno y luz, esa misma luz que lleva hasta en su nombre el discreto rincón villaclareño de donde soy.
Ahora entiendo mejor aquella rápida respuesta del literato y folclorista de Camajuaní, René Batista Moreno, al que una vez le pregunté si seguiría contando historias de charcas y güijes aunque no pudiese desandar los campos como antes. Y con voz resuelta me dijo: «Ya eso no hace falta, hijo. El cuadro de mi campiña lo tengo tallado dentro».