Por Celima Bernal
Salíamos de una clase de Español, allá por los años del bachillerato, Berta, una querida amiga de entonces, de siempre, me dijo: «¿Puedes creer que al oír la palabra gerundio, se me acalambra la cara?» Se refería a la dificultad que encerraba para nosotros el entender cuándo sí, y cuándo no, debíamos usarlo. En aquella oportunidad me reí muchísimo; pensé que no era para tanto, pero he de confesarte que ahora se me acalambra, no la cara, sino el cuerpo entero, cada vez que leo, o escucho, el empleo absolutamente disparatado de esa forma impersonal del verbo, que ocupa páginas y páginas de los libros de gramática.
Hay quien decide prescindir de él; pero no resulta aconsejable tal determinación; es elegante, y lo necesitamos en muchas ocasiones.
Bueno, bueno, un momento, casi pongo la carreta delante de los bueyes. Ante todo, ¿qué es el gerundio? Pues, vamos a un diccionario —no tiene que ser gramatical, uno cualquiera—: «Forma verbal invariable del modo infinitivo, cuya terminación regular es -ando, en los verbos de la primera conjugación, -iendo, en los de la segunda y tercera: amando, temiendo, partiendo. Comunica a la acción verbal carácter durativo; puede referirse a cualquier tiempo, así como a cualquier género y número, según el sentido de la frase de que forme parte: Estuve (estoy, estaré) leyendo».