Por Oscar Sánchez Serra
Hablaba despacio, como si las palabras no las dijera, sino las escribiera. Sus labios parecían tocar cada frase para que se escuchara más clara y, aunque fuera un regaño, quedara como una lección. Construyó la obra más grande que ha dado el voleibol mundial, nadie obró el milagro de tres medallas de oro olímpicas consecutivas. Él las fundió gramo a gramo.
Tener hijos no lo convierte a uno en padre. Él nunca tuvo uno biológico, sin embargo, sus alumnas, las campeonas olímpicas, mundiales, panamericanas, centroamericanas y del Caribe, de los torneos Grand Prix, las invencibles Morenas del Caribe, lo tuvieron, sintieron y amaron como un verdadero papá. Eugenio George es de esos padres de familia verdaderamente felices, a los que nunca se les encuentra en los bares, siempre está con sus hijos, con ellas.
Si alguna enfermaba, él mismo se la llevaba a su casa, la cuidaba, la mimaba, y hasta que no estuviera bien no se incorporaba plenamente al grupo. Su vida fue un desvelo permanente, porque no solo las hizo campeonas, sino mujeres.
“A los entrenadores no los puede sustituir nadie, ni en la formación deportiva, ni en la educativa. Yo preparaba a un grupo de jóvenes para jugar voleibol, para que fueran el mejor equipo del mundo. Pero no podía olvidar que eran mujeres, y tenía que educarlas como tal. No solo las enseñábamos a caminar para que siempre se vieran elegantes, femeninas, atractivas, sino también a conducirse en un salón de recepción, en una entrevista de prensa, en una conversación con cualquier personalidad, las costumbres de los diferentes países que visitábamos, a compartir una mesa preparada para un banquete. Aunque aprendieron más rápido el voleibol, puedo decir que en estas otras facetas, hay verdaderas damas. Me siento muy orgulloso de cada una de ellas, de lo que fueron y de lo que son, de lo que le dejaron a la historia de este deporte y de nuestro país”.