¡Voy a escribirle a Celia!

Por Luis Hernández Serrano

Celia Sánchez ManduleyA 88 años del nacimiento de Celia Sánchez Manduley en la oriental localidad de Media Luna, actual provincia de Granma, se puede afirmar que ella fue, en el cielo de la Revolución cubana, como una luna entera.

El 9 de mayo de 1920, día en que vino al mundo la niña Celia Esther de los Desamparados Sánchez Manduley, seguro fue de júbilo para su familia y para los amigos y conocidos, pero no más allá. No podía ser de otro modo, pues nadie tenía cómo saber entonces que Celia llegaría a ser la audaz luchadora clandestina contra una dictadura cruel, la primera guerrillera de la Sierra Maestra, la insuperable ayudante del Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, fiel intérprete de su pensamiento y una de las figuras más queridas de la Revolución.

«La más auténtica flor de la Revolución», como la llamó muchos años después Armando Hart Dávalos, tras su muerte relativamente temprana, representa en Cuba la confianza total en Fidel y en su liderazgo, al mismo tiempo que la laboriosidad, la sencillez, la modestia y una extraordinaria sensibilidad humana de la que guardan recuerdos muchos cubanos, sobre todo los de más humilde condición.

LA NIÑA DE MEDIA LUNA

Hiperactiva, con una imaginación sin fronteras y atraída por el imán de la naturaleza como si fuera de hierro puro, la niña Celia evidenció desde temprano que estaba hecha, de un «material» menos abundante.

Cuentan que su primera travesura notable fue tragarse un bulbo de penicilina, que su padre, afortunadamente médico, pudo extraerle de inmediato por la propia boca suministrándole el fármaco adecuado.

Le encantaban bromas como cerrar a menudo la llave de paso para dejar enjabonado al que se estaba bañando o esconderle los zapatos a algún familiar visitante, para luego ni recordar donde los había ocultado.

Cuando en la propia década de su nacimiento pasó por el cielo de Media Luna un zepelín, Celia abandonó los juguetes en su patio y le cayó literalmente atrás, con la idea de alcanzarlo y sumarlo a sus juegos. Viendo que no era posible, regresó a la casa mofándose del temor de los adultos ante el artefacto volador.

También la caracterizó desde sus primeros años una especial sensibilidad. Cuando contaba seis años, después de morir su mamá, Acacia Manduley, estuvo durante veinte días con fiebres altas, sin que medicamento alguno la curara.

LA JOVEN DE PILÓN

Descubriendo en ella cualidades que la hacían sobresalir del común de las adolescentes, su padre la dejaba montar a caballo, hacer piruetas en una avioneta con un piloto amigo por los cielos del barrio, subir lomas y salir a pescar con hombres de la familia duchos en los ajetreos del mar, por el que Celia sentía gran atracción.

De esa manera se fue formando el carácter y el temperamento de la futura combatiente, que en 1940 y hasta 1956 se fue a vivir a la barriada, tambien rural, de Pilón, en un paisaje que adoraba, de mar y lomas. El pequeño parque de Pilón —donde de niña jugara «a las muñecas y a los cocinaditos»— más adelante se hizo cómplice de sus primeras conspiraciones contra la tiranía de Fulgencio Batista.

La ciudad de Manzanillo también fue testigo de sus actividades clandestinas. Allí cumplió riesgosas misiones con el objetivo de librar a Cuba de aquella dictadura pronorteamericana y creó la red secreta salvadora de varios de los expedicionarios del yate Granma, que con su ayuda pudieron reiniciar la lucha en la Sierra Maestra.

Primero anduvo en los trajines conspirativos con el seudónimo de Aly y después con el de Norma. Un memorable día hasta se disfrazó de embarazada y otro se arrastró audazmente a través de un tupido y espinoso marabuzal, que la hirió por distintas partes del cuerpo, para burlar la persecución de agentes represivos.

Muchos la vieron salir a pescar, quizá, cuando realmente andaba buscando el lugar más propicio para el desembarco de los nuevos libertadores. Organizaba su trabajo secreto con cautela y sagacidad capaces de despistar al más sutil adversario y se les iba a menudo e increíblemente de las manos a los más siniestros esbirros de la tiranía.

LA MUJER FUERA DE SERIE

El mito de la diestra luchadora clandestina y de la guerrillera de la Sierra Maestra va a la par con el de su condición humana, el de la mujer de carne y hueso, sensible como un nervio herido.

Su amor a los niños, por ejemplo, le distinguió siempre. Antes de subir a la Sierra, pasaba el año entero ahorrando, guardando moneditas en una alcancía para comprar y regalarles juguetes a niños de Media Luna y Pilón el Día de Reyes.

Una monita que le regaló un marinero que visitaba su casa, se le escapó en un descuido y trepó a lo más alto de una palma cercana. Buscó a un liniero para rescatarla. El hombre comenzó a trepar con sus botas armadas de pinchos y al verlo, Celia le reclamó:

—¡Oye, pero así me vas a acabar con la palma, que no tiene culpa de nada!

Y el aludido contestó:

—Mire, yo no tengo otro modo de hacerlo. Esto es para no caerme —a lo que ella comentó: «Está bien, pero trata de hincarla menos y que esos pinchos no le duelan mucho a la palma».

Buscaba la belleza en lo más aparentemente simple y común. Hasta una falda hecha con la tela de un simple saco de harina —decía— podía ser muy atractiva, igual que unas alpargatas bien diseñadas. Amaba las flores y no por casualidad adornaba sus cabellos con mariposa. También tenía predilección por las orquídeas y los helechos.

No hubo problema humano por resolver, del que tuviera conocimiento, en el que no interviniera, siempre con decisión y pasión revolucionaria. Ayudaba siempre con una sonrisa tenue y modesta con la que afanosamente intentaba hacer olvidar a los demás que ella era Celia. Su nombre, su figura, solo esporádicamente aparecían en público.

Nunca miró por encima del hombro a nadie. Menuda y delgada; dulce, cargada de irrepetible sensibilidad humana y a la vez fuerte de carácter e intransigente ante la irresponsabilidad, supo cumplir su tarea como ayudante de Fidel en la guerra y en la paz.

En la Sierra Maestra participó en innumerables combates, desde Uvero, en mayo de 1957, hasta las batallas decisivas que provocaron la huída del tirano.

Salvó incontables documentos de valor histórico, de puño y letra de Fidel, o referidos a él y a los combates y la vida guerrillera en las montañas. Guardaba cuanto papel escribía o recibía el Jefe de la Revolución en la Comandancia General. Incluso se considera, con razón, que ella y el Che fueron los cronistas por antonomasia de la lucha en la Sierra.

Como ayudante de Fidel trabajó 23 años, en la Sierra y después del triunfo. En la montaña atendía con similar esmero los asuntos políticos y lo más urgente de la guerra. Velaba por el tratamiento a los guerrilleros y a los combatientes clandestinos que viajaban a las lomas; se ocupaba de que los hospitales del Ejército Rebelde estuvieran lo mejor dotados posible; chequeaba el aseguramiento de la comida y a los arrieros que llevaban los alimentos y la ropa; intervenía en las necesidades y en la marcha de las clases en las escuelas de las montañas, y mostraba especial condición para atender los asuntos personales de los combatientes.

Tenía una capacidad extraordinaria para trabajar en muchas y muy distintas tareas a la vez, haciendo que todo pareciera sencillo y fácil. Conocía hasta el nombre de los hijos de sus compañeros y saludaba con humildad y afecto a cada persona con la que se relacionaba cotidianamente. Se mostraba siempre convincente, hablaba en tono suave, pausado, amoroso, pero en una discusión, si tenía que alzar la voz, lo hacía.

Amiga de las cosas bellas y bien hechas, y devota de la cubanía, tuvo que ver con el decorado de la Comandancia General del Ejército Rebelde, en La Plata, corazón de la Sierra Maestra; con el diseño de los uniformes escolares después de 1959; el Parque Lenin y el Palacio de las Convenciones, entre otras tareas y obras.

Tuvo que ser operada de un pulmón tocado por el cáncer y su muerte callada —como quien no quiere molestar— ocurrió el 11 de enero de 1980, cuatro meses antes de cumplir los 60 años. Un lustro después se inauguró un sobrio monumento en su honor, en los predios de una de sus obras más queridas: el Parque Lenin. En 1983 la vieja casona familiar, donde vino al mundo en Media Luna, se convirtió en Museo Municipal y luego en el Museo Casa Natal, que atesora muchas de sus pertenencias.

Miles de cubanos la recuerdan como aquella mujer a quien se decidía recurrir cuando no se le veía salida a algún problema serio, propio o del país. «Voy a escribirle a Celia», solían decir.

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