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En cualquier otro lugar yo habría sido cualquier otro escritor

Confesiones de Yamil Díaz Gómez, joven autor santaclareño

Por Laidi Fernández de Juan

Yamil Díaz Gómez y Laidi Fernández de Juan, autora de esta entrevistaEl periodista, narrador, poeta y editor Yamil Díaz Gómez (Santa Clara, 1971), ganador de importantes premios literarios, entre los que se destaca el del certamen Fundación de la Ciudad de Santa Clara —lo ha obtenido en cinco ocasiones—, es uno de nuestros más versátiles autores.

Ha publicado los poemarios Apuntes de mambrú, El flautista en la cruz, Soldado desconocido, Fotógrafo en posguerra y La guerra queda lejos; los libros para niños En el buzón del jardín y Lluvia, así como varios volúmenes que forman parte de una pentalogía: Crónicas martianas, Los dioses verdaderos, Ese jardín perdido, Después del huracán, y su libro más reciente, La calle de los oficios, obtuvo el Premio Memoria en el año 2006 —fue convocado por el Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau y publicado bajo el sello editorial de esa institución. Yamil es uno de los imprescindibles en el panorama cultural cubano actual y, ciertamente, el anfitrión natural de la poesía santaclareña. Es un placer inmenso que acceda a responder estas preguntas para El Tintero, publicación que se honra con su presencia.

—Tu libro más reciente está integrado por varias entrevistas. ¿Significa que regresas a tu oficio de periodista?

—La verdad es que en 1994 me dieron el título de periodista, pero nunca he creído ni remotamente tener el «oficio de periodista». Soy un escritor que se vale lo mismo de los géneros «literarios» que de los «periodísticos» para intentar hacer literatura.

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Cuba y su calle en un libro

Por Ricardo Riverón Rojas

-I-

Lo primero que se palpa de Cuba es el sabor. Aunque —preciso— ese «sabor cubano» que exalto muestra muy pocos puntos de coincidencia con el areíto caótico (salsero, rumbero, conguero o reguetonero) de bordes tropicales y casi nudista que en los dominios de las instalaciones del turismo ofertamos a veces con el pedestre afán de obtener dividendos. Ni con la tropezosa manera de hablar, chabacana y de alto volumen, que malamente ha pasado a ser, por virtud del relativo deterioro de la oralidad cotidiana, marca expresiva de una buena parte de los naturales de nuestro país.

Cada vez que me siento impelido a tratar el tema de las mutaciones generadas por la falsa «cubanización» que promueven los pragmáticos predios del espectáculo y la propaganda lucrativos, no hallo mejor ejemplo que el de aquella actividad que «disfruté» en una instalación que creía rigurosa, donde la agrupación musical, tras una buena interpretación del bellísimo número Alfonsina y el mar, se sintió obligada a incorporarle una especie de montuno final (con gozadera y corito) que decía: «Suelta el caracol, Alfonsina, / suelta el caracol…».

Lo auténtico y más representativo de nuestro «sabor» responde a códigos que, para bien, han guiado tantas veces, desde el inicio mismo de la nacionalidad, nuestro espíritu de sobrevivencia cultural. Pensemos ante todo en ese ingenio verbal de hondas suspicacias que permite diluir muchas tragedias en el humorismo; sumémosle el ritmo peculiar y las entonaciones de nuestro más rico argot popular; las estructuras lógicas de pensamiento; la audaz y rudimentaria tropología; la proyección corporal; la transcripción a imágenes de los ambientes urbanos y rurales; las insinuaciones plásticas del vestuario; más otras muchas, y podremos disponer de un respetable arsenal de manifestaciones idiosincrásicas, capaces todas de aportarle sentidos y connotaciones inusuales a nuestra ecléctica atmósfera humana.


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